


Jaime Korgi, pediatra graduado en Washington, se levantó de sobresalto en el instante en que su reloj marcaba la una y diez y, en medio de la penumbra, intentó encender la radio para saber qué pasaba, pero se dio cuenta de que no había electricidad.
Korgi creía que ese sacudón de piso era el producto de un terremoto. Marietta, su esposa, especulaba que el olor a quemado provenía del incendio de una fábrica de químicos. En la sala vieron brillar, bajo la luz de la linterna, los cristales rotos de las ventanas esparcidos en el suelo.
Los vecinos de los Korgi estaban atónitos ante la nube de humo que se alzaba en el centro de la ciudad. Un brillo rojizo, incendiado, contrastaba con la oscuridad. Jaime intuyó que si el incendio era tan grande probablemente sus estudiantes internos no darían abasto y, entonces, debería atender heridos en el hospital.
Sin embargo, Jaime Korgi no tuvo claro a dónde dirigirse esa madrugada. Corrió al Club Noel, pero las monjas no lo dejaron ingresar porque «los hombres no podían entrar en la noche». Entonces, bajó al Hospital Departamental antes de que las autoridades a las 3:05 de la madrugada emitieran el Boletín n°2 en el que solicitaban a todo el cuerpo médico de Cali dirigirse a los hospitales para atender heridos.
(1:10 a.m., 7 de agosto del 56, Barrio San Fernando)
«Y como no nos abrieron, nos
fuimos al Hospital Departamental, a la Facultad
de Medicina, y allá empezamos
nuestra tarea».
Jaime Korgi, Jefe del Departamento
de Pediatría, 32 años el día de
la explosión.